Los perros compasivos: ensayo sobre la amorosidad.
Los perros compasivos: ensayo sobre la amorosidad.
Oliver Ramos Gómez
Un día vi a dos
perros manifestarse tan auténticos que me mostraron una verdad muy profunda.
Fue en un pueblo bien remoto, de esos que pocos saben de su existencia, donde habita
el calor, parecido al que se siente cuando abres un horno, y el silencio
prístino que sólo es perturbado por el rebuzno de un burro o el mugido del
ganado. Había ido porque un familiar tuvo una junta con esa ranchería y estábamos
reunidos afuera de un recinto que hacía las veces de su oficina gubernamental,
a la sombra de un árbol y sentados en bancas de escuela, escucharíamos sus
problemas para proponer soluciones.
Ahí estaban en
medio de todos nosotros la pareja de perros. El perro con una mirada de
profunda tribulación, dolor por las heridas en su oreja, cara y tal vez la
pierna pues al caminar la levantaba. La perra, su pareja, estaba junto a él y,
cerrando los ojos, le lamía compasivamente la herida de la mejilla. Desconozco
el tema de la reunión, sus objetivos, acuerdos, el nombre de las personas, sólo
recuerdo haber estado presente ante el milagro más grande de la naturaleza, una
muestra de empatía, porque esa perrita participaba afectivamente de esa
realidad ajena a ella. ¿Qué la habría pasado a ese perro? Se peleó con otro
perro seguramente, lo atropellaron, machetearon, qué se yo. Y le lamía y le
lamía tiernamente, parecía que ella lamentaba profundamente la situación de “el
otro”, de su igual, de su pareja, de su prójimo. Volteé a ver a mi pareja y le
pregunté si estaba viendo la escena de los perros besándose compasivamente, no
recuerdo la respuesta…
Sólo recuerdo que
estuvieron ahí los perros frente a todos nosotros manifestándose reales, haciendo
lo que les era instintivamente propio y todos estos términos de simpatía,
empatía, sufrimiento, padecimiento trataban de acomodarse en mi cabeza frente a
lo que veía, pues la perra no le dijo jamás algo como “¿Te duele? Ahorita (al
rato, tal vez nunca) te sobo”, “es una lástima que no pueda amarte como
quisieras que te ame”, “estás enfermo deberías hacer algo por ti para curarte,
ver al médico”, “es que ya no aguanto más tu estado, debemos darnos un tiempo
en lo que te sanas”. Simplemente no fue ese el caso y en esos perros presencié algo
sagrado que llamaré amor.
Ese a-mor lo entiendo
a través de la palabra compuesta por una “a-” privativa (la negación de algo) y
la sustancia “mora” en el sentido de “retraso”. Y el caso más comprensible lo
encontramos en la palabra “a-morosidad”, es decir, sin retraso, sin demora, lo
contrario de moroso. Porque cuando alguien ama se encuentra presto, presente,
lamiendo la herida como aquellos perros que si hubieran sido humanos me los
imagino palmeándose la espalda y besándose las mejillas, con las manos unidas,
con sus frentes en sus hombros, oído con oído, lágrima con lágrima pidiendo a
un Ser Superior la fuerza para superar el estado de tribulación ajeno y propio.
En definitiva,
esa perrita no fue morosa, fue presta y lamió la herida sin saber más nada, sin
saber si estaban en medio de una plática importante, si eran oportunos, sin
saber la causa de la herida, sin saber si su saliva tiene la propiedad de limpiar,
cicatrizar, desinflamar, curar, sino por un sentido innato, un sentimiento
interior. Así se ha manifestado y lo bendigo.
Etiquetas: amorosidad, ensayo, perros